El siguiente testimonio está basado en los recuerdos de una de las primeras oratorianas y alumnas del colegio, Araceli Lorente, Lili. Ella fue una de las niñas a las que Sor Josefina García y Sor Catalina Gardois abordaron en la calle para invitarlas a jugar con ellas. Junto con Araceli fueron llegando otras muchas, sus propias hermanas, las hermanas Mora y las Zaldívar, Maruja Alconchel, Conchita Ibáñez, Rosario Cristóbal, Rosina, Alicia, Montse, Lourdes y muchas otras. Algunas siguieron los pasos de la comunidad fundadora y se hicieron salesianas, la mayoría se convirtieron en madres de familia, pero todas ellas conservan un recuerdo imborrable de las vivencias de aquellos primeros años de nuestra escuela, que para muchas fueron los más felices de sus vidas.
No son más de media docena, bajan por la avenida de San José enfundadas en sus abrigos de paño, la mayoría heredados de primas o hermanas mayores, teñidos, alargados, acortados… protegidas las gargantas por gruesas bufandas de lana tejidas por sus madres. Han llegado las primeras nieblas del otoño y caminan encogidas y ligeras para no sentir el frío y la humedad. No paran de parlotear y de reir por tonterías, rondan la adolescencia. De unas semanas a esta parte sus vidas rutinarias de chicas de barrio han experimentado algunos cambios y todas ellas esperan ansiosas la llegada de los domingos por la tarde. Se detienen a las puertas del asilo de las Hermanitas, apenas han pasado unos minutos y aparecen dos mujeres jóvenes enfundadas en hábitos negros que les sonríen con familiaridad. El día de finales de septiembre en que se les acercaron por primera vez cuando estaban jugando en la calle, se presentaron como Sor Josefina y Sor Catalina y dijeron ser salesianas. Al principio las crías se sintieron intimidadas, no estaban acostumbradas a ver monjas por la calle, y mucho menos a que las tratasen con esa familiaridad, por lo que sabían, las monjas solían ser mujeres distantes y misteriosas, ocupadas en los asuntos divinos más que en los humanos. Para colmo les mostraron unas bolsas con pelotas de colores y cuerdas para saltar a la comba y las invitaron a ir a jugar con ellas a una finca cercana, llena de grandes árboles en la cuesta Morón, donde la avenida se empina hasta terminar en la “balseta”, el viejo lavadero público. No fue difícil convencerlas. Desde ese día se había ido corriendo la voz de su llegada y cada domingo por la tarde, un grupo de niñas y adolescentes cada vez más numeroso se reunía en los terrenos de la finca y el alboroto y los cantos se escuchaban por todo el vecindario como una alegre sinfonía.
La tarde es fría, la niebla no ha levantado, pero el grupo camina a lo largo de San José charlando animadamente. Las adolescentes no paran de preguntar: “¿Cuándo habrá otra chocolatada?. “¡El chocolate entraba muy bien tan calentico, y estaba buenísimo!” “¿Y cuándo se abrirá el nuevo colegio?”
“¿Daréis vosotras las clases?”. “Si vosotras vais a ser las maestras yo quiero ir a vuestra escuela”. “Ah, yo no, yo quiero empezar a trabajar ya, pero… ¿podré seguir yendo a jugar los domingos, no?”.“¿Podremos seguir juntándonos? ¡Nos lo pasamos tan bien!...”
Las dos salesianas sonríen y responden con paciencia a mil y una preguntas curiosas, y también ellas las hacen. Les preguntan por sus familias, por las cosas que les gustan, por sus sueños... Les piden opinión sobre los juegos que están preparando para el próximo Oratorio, que así es como llaman a la reunión dominical. Se ríen cuando alguna sugiere hacer más breves, incluso suprimir, los rezos que preceden a las actividades. Y sobre todo las escuchan, y las chicas se sienten escuchadas, y se sienten importantes, se han vuelto visibles en ese ambiente gris y difícil de mediados de los años cuarenta en el que aún se dejan sentir las secuelas de la Guerra Civil.
El grupo llega a la finca. Sor Josefina y Sor Catalina se dirigen a supervisar la casa en obras que será su hogar y el futuro colegio “María Auxiliadora”, mientras la cuadrilla de amigas se queda jugando entre los árboles del patio de entrada lanzando al aire las hojas secas de los plátanos y persiguiéndose unas a otras sin parar de chillar y de reír.
Empieza a anochecer y las dos religiosas cierran con llave la verja de entrada y se disponen a regresar al asilo donde son acogidas por las Hermanitas de los Pobres, durante los trabajos de reforma en el edificio que pronto se convertirá en colegio y residencia de la comunidad.
Allí se despiden cariñosamente del grupo, las jóvenes tienen que estar pronto en casa bajo amenaza de castigo si se retrasan. Permanecen juntas mientras las figuras de las salesianas se van difuminando entre la niebla. En un momento dado las dos se giran y se despiden agitando las manos. Ellas les responden con el mismo gesto. “¡Mañana iremos otra vez a buscaros!” les grita una de ellas y se van encaminando cada una hacia su casa. Ni unas ni otras imaginan que, dentro de muchas décadas, el colegio seguirá allí en medio del barrio, dando cabida a cientos de promociones de niños y niñas que crecerán, aprenderán, madurarán y crearán lazos que perdurarán en el tiempo. Ellas aún no lo saben, pero son las primeras en formar parte de esa gran familia, los cimientos de una obra que a lo largo de setenta y cinco años, ha hecho llegar un estilo y un proyecto educativo basado en el amor, la confianza y la razón, que las sucesivas generaciones de salesianas, profesores, chicos y chicas, han ido transmitiendo hasta nuestros días.
Autora del texto: Meli Pérez
¡Qué testimonio tan sencillo y a la vez tan emotivo! ¡Qué privilegio haber conocido a algunas de las personas que se citan!
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